Capítulo 2.
Isaac
“Hasta ayer todo era
aburridamente perfecto. Tenía mi familia, a mi chica y a mi pequeño. Tenía un
trabajo deprimente y un coche de segunda mano. Mi gato dormía en nuestra cama.
Hoy tenemos diferentes señales. Cuerpos sin vida, cuerpos con vidas estúpidas
pero peligrosamente hambrientas. Hoy tenemos señales de un final de mundo algo
extraño e incluso estúpido. Eso son esas cosas: estúpidos. Estúpidas señales de
que algo allá arriba se está riendo de todos nosotros, sus juguetes imperfectos.”
Fuera, en el exterior,
el sol brillaba con fuerza. Pero eso no importaba. Los que estaban en el
exterior no admiraban ese tipo de cosas, tan sólo caminaban buscando algo que
llevarse a la boca. Los pocos supervivientes que quedaban de toda esa locura, que
eran ridículamente escasos, se escondían en sus casas, esperando el momento en
el que alguien los ayudase a salir de allí. Lo que no sabían era que esa ayuda
nunca llegaría. O quizás sí que lo sabían, pero no querían aceptarlo.
En una de estas pequeñas
viviendas de cualquier edificio de cualquier lugar de Atlanta, una persona
estaba de pié, en medio de su salón y con un cuchillo ensangrentado en su mano derecha,
la misma donde se podía ver una alianza en uno de sus dedos. Se trataba de un
chico, alrededor de 26 años. Con el cabello largo, desmelenado y sucio. Tenía
perilla, pero hasta ésta estaba hecha un desastre. Tenía los dos ojos negros,
en ese momento ambos brotando un pequeño reguero de lágrimas. Lágrimas de
tristeza, lágrimas de rabia, de dolor, de impotencia. Su ropa estaba sucia,
tanto de manchas como de sangre. El cuchillo de su mano seguía goteando cuando
se derrumbó en el suelo, de rodillas. Lo dejó caer, y más lágrimas cayeron por
su rostro. ¿Cómo habían llegado hasta esa situación? Delante de él estaba su
chica, o lo que quedaba de ella. Ahora era uno de ellos. Había sido mordida por
una de esas cosas, aunque quizás no está bien llamarle “cosa” a tu propio hijo
de dos años. Ahora ella estaba agonizando, a punto de morir por fin. Isaac no
lo soportó más. Recogió de nuevo el cuchillo y lo plantó en la frente de la que
ya no iba a ser nunca más su joven mujer. Cerró los ojos, ese no era el último
recuerdo que quería conservar sobre ella. Dejó de moverse. Isaac volvió a
llorar otra vez. Y ésta vez no se contuvo con los gritos. Al igual que tampoco
lo había hecho cuando se encargó del otro infectado de esa casa: su propio
hijo.
Cada día en ese piso fue
un suplicio a partir de ese momento. El cuerpo sin vida de su mujer, todavía
sentado en el sofá como si fuese una macabra reina. El cuerpo del pequeño de la
casa seguía en su cuarto, pero Isaac no quiso volver a verlo. Varias veces
estuvo a punto de acabar con todo allí y ahora. Clavarse el cuchillo en el
pecho y darle fin a toda esa oscuridad. Pero no podía, algo dentro de él le
pedía a gritos que sobreviviese. Quizás era su familia, desde el otro lado,
quienes querían que a pesar de todo luchase por su vida. Por lo tanto, Isaac no
llegó a abrazar a la Muerte, pero estuvo a punto de besarla varias veces.
Entonces, un día, se dio
cuenta que no quedaba nada en la casa para llevarse a la boca. Pero tenía un
gran problema. Si se quedaba allí, moriría de hambre, tarde o temprano. Si
salía al exterior, seguramente acabaría él mismo siendo la comida de alguien.
Eso si lograba salir fuera. Le había costado retener a su mujer una vez
convertida en una de esas cosas, quizás no tuviese tanta suerte esta vez. Fuera
como fuese, quedarse allí enterrado en vida no iba a arreglar absolutamente
nada. Por lo tanto, aunque fuese una locura, decidió salir al exterior.
Pero antes había que
prepararse bien. Lo primero que hizo fue acudir al dormitorio del pequeño.
Estuvo a punto de volver a llorar cuando miró las letras de juguete pegadas en
la puerta formando su nombre. Una vez dentro de la habitación, cogió una manta
del armario y la extendió por encima del cuerpo, echando una última mirada. No
lo pudo evitar, pero sí que lo lamentó durante mucho tiempo. Finalmente salió
de la habitación y caminó hasta el cuarto de baño. Se quitó la ropa lentamente.
Abrió el grifo de la ducha. A pesar de todo, el agua seguía caliente. Quizás
ese iba a ser el último baño de agua caliente en mucho tiempo. Decidió
aprovecharlo bien. Tras enjabonarse todo el cuerpo y aclararse, se permitió llorar
una vez más. Se puso de cuclillas, con las manos por su cabeza. Se lo permitió
de nuevo, una más. Después de esa, no volvería a hacerlo.
-No sirve de nada
hacerlo… No sirven de nada las lágrimas –dijo, su voz sonó entre lloros y
suspiros- Todo esto es tan… tan…
No fue capaz de seguir.
Cuando por fin el agua comenzó a salir un poco más fría, se puso de pié y salió
de la ducha. Se secó con una toalla, y un ligero olor le llegó hasta la nariz:
el perfume de su mujer, la reina macabra del salón. Pero se había prometido no
llorar más. Se miró en el espejo. La perilla ya no existía, ahora su cara
mostraba una barba larga. Decidió afeitarse, dejándose de nuevo esos pelos en
la barbilla. Quizás era una estupidez debido a la situación actual del mundo,
pero al menos era una forma de recordarse a sí mismo quién era, quién había
sido una vez. Regresó a su cuarto y se vistió. Escogió una camiseta negra de
algún grupo musical y unos pantalones pirata. Unas zapatillas deportivas y una
mochila. La mochila era importante. Dentro estaban sus “obras”, como le gustaba
llamarlas. Esas historias que escribía en su tiempo libre. Todavía tenía dentro
muchos folios blancos y bolígrafos con tinta. No sabía a dónde iba, ni qué le
esperaba en el mundo, pero al menos siempre tendría eso a mano para poder
escribir, expresarse y sentir con las letras.
Regresó al salón, el
cual conducía hasta la puerta de salida. Observó a su mujer. A pesar de su piel
ennegrecida y podrida, seguía siendo bella. Estuvo a punto de darle un beso de
despedida, pero decidió no hacerlo. No entendía nada de lo que estaba pasando,
pero la opción de un virus era la más sonada por dentro de su cabeza. Prefirió
no arriesgarse. La contempló por última vez, y salió por la puerta, no sin
coger antes el cuchillo del suelo, todavía manchado de sangre.
Abrió la puerta muy
despacio, intentando hacer el menor ruido posible. No lo consiguió. Pero por
suerte no había nadie al otro lado. Nadie vivo, nadie muerto, ni nadie muerto
viviente. La cruzó y llegó al pasillo del edificio. Había silencio, demasiado
silencio. Pero eso quizás era bueno. Cerró la puerta, no le gustaría que
algunos animales entrasen y devorasen a su familia. Eso le hizo acordarse de
Chispas, su gato negro. El cual había desaparecido, sin más. Pero teniendo en
cuenta que siempre estaba con el niño pequeño, no era difícil adivinar dónde se
encontraban los restos del pobre gato.
Logró llegar hasta el
ascensor. Pero no funcionaba, no le sorprendió demasiado. Se acercó a las
escaleras. Antes de bajar, echó una mirada. No parecía haber nadie. Comenzó a
bajar, lentamente, sin hacer ruido. Con el cuchillo en la mano, podía notar los
latidos del corazón llegando a su cabeza. Tuvo bastante suerte ya que no se
cruzó con ningún caminante. Sin embargo, cuando por fin estaba llegando al
último piso, escuchó pisadas. Se detuvo en seco, se apoyó en la pared y tragó
aire. Se concentró. Fue cuando tomó una decisión. Tal y como estaban las cosas
tenía que escoger un bando: o cazar o ser cazado. Por una parte le repugnaba la
idea de acabar con aquellas cosas, a pesar de que eran simples criaturas que
parecían salidas de un videojuego. Pero por otro lado, eran simples monstruos,
demonios oscuros que habían venido a comerse a los vivos. Esto era una guerra.
Y no tenía la menor intención de quedarse en el bando de los perdedores. De
nuevo tomó aire, sujetó con fuerza el mango del cuchillo y salió de su
escondite. Levantó la mano con fuerza (el anillo aún brillaba en su dedo) y ya
estuvo a punto de clavar el arma en su contrincante, cuando se detuvo en seco.
-¿Pero qué coño…?
–exclamó. Logró detener el cuchillo a escasos centímetro de la cara de la niña.
Delante de él se
encontraba una niña. Por su apariencia debía de tener tan solo once o doce
años. Tenía el pelo largo y rubio, pero sucio y descuidado. Su cara, además de
llevar una expresión de susto de muerte, estaba sucia. Llevaba un vestido azul
de una sola pieza, roto y manchado por diferentes partes. La niña miró el
cuchillo con terror, y luego miró a los ojos a Isaac, con desconfianza.
-¿Quién eres tú,
pequeña? –preguntó Isaac, bajando el cuchillo y apartándolo de la vista de la
joven- ¿Qué haces tú sola aquí?
-Yo… yo… Me llamo Nikki
–dijo la pequeña, su voz sonaba con nerviosismo, seguramente debido al impacto
del encuentro, además de lo que podía haber visto en el exterior.
-¿Y qué estás haciendo
aquí tú sola? ¿Vives aquí?
-No, señor. No vivo
aquí… Mis padres… ellos…
La niña pareció a punto
de llorar. Sin embargo, Isaac comenzó a caminar, pasando por su lado, dejándola
un poco sorprendida. Caminó hasta la puerta de salida del edificio y, antes de
salir, miró hacia atrás.
-¿Es que piensas
quedarte ahí todo el día, Nikki? –preguntó Isaac, con un rostro que mostraba
indiferencia- Me da igual si vives aquí, me da igual cómo has llegado y me da
igual qué le ha pasado a tus padres. ¿Qué te lo he preguntado yo? Puede ser,
pero en cuanto he visto que tardabas demasiado en hablar debido a tu
traumatizante estado he cambiado de idea. Ahora dime, ¿vas a quedarte ahí, o
vienes conmigo?
La niña lo analizó con
la mirada. Realmente estaba descolocada. Asustada y asombrada por igual. Sin
embargo, a pesar de todo, ella estaba allí buscando algo, y ese hombre parecía
tener algo interesante. La niña caminó hasta ponerse a su lado. Isaac miró al
exterior. La pequeña no se dio cuenta, pero en ese momento se dibujó una
sonrisa de alegría en el rostro de Isaac. Quizás ni él mismo se dio cuenta.
Abrieron la puerta y salieron al podrido mundo del exterior.
Fuera el sol brillaba
como si fuese el último día en que lo fuese a hacer. Isaac también notó que
hacía demasiado calor. No tenía la más mínima idea de a dónde podían dirigirse,
pero lo primero era darse un buen banquete. Hay ofertas especiales en los fines
del mundo, siendo la más suculenta la que dice que todo es para quien se lo
encuentre.
Nikki intentó
adelantarse, asomando la cabeza, pero pronto Isaac se puso delante, no sin
lanzarle después una mirada fulminante. Nikki miró al suelo. Casi parecían un
padre y una hija cualquiera, aunque por la diferencia de edad no encajaba
demasiado.
Por fin comenzaron a
caminar por el exterior. Por el momento había tranquilidad. Coches aparcados en
mitad de la carretera, hojas de periódicos esparcidas por todas partes, cabinas
de teléfono rotas. Sangre. Cadáveres. Pero, por suerte, de momento ninguno de
ellos se ponía de pié.
-Me pregunto cómo una
niña como tú pudo sobrevivir sola a todo esto –exclamó Isaac.
-Pensaba que no te
importaba nada sobre mi vida –dijo Nikki, ya sin ningún tipo de nerviosismo. De
hecho, su entonación sonó como una burla, un enfado infantil.
Isaac la miró de reojo.
Iba a decirle algo, cuando un ruido alertó a ambos. Isaac en ese momento
todavía era demasiado novato en cuanto a la supervivencia, por lo que su
reacción no fue demasiado profesional. Simplemente inclinó la espalda hacia
delante, cogió el cuchillo de su cintura y comenzó a caminar lentamente.
-¿Vas a cazar un zombie
o vas a poner un huevo? –dijo Nikki, casi sonriendo.
Isaac le lanzó una
mirada extraña. ¿Cómo podía esa niña estar tan tranquila en este mundo? ¿Cuánto
tiempo llevaba ella viviendo en esa situación hasta tal punto que podía bromear
como si todo fuese normal? Prefirió no pensar mucho en ello. Dolor. Eso fue lo
que sintió en ese mismo momento. Dolor al recordar a su mujer y a su hijo. Pero
eso es otra historia, ahora era el presente. Y sus ojos descubrieron al
culpable de los ruidos. Era una de esas cosas.
Nikki también lo miró,
por lo que se puso seria. Isaac agarró el cuchillo con fuerza. Debía hacerlo,
ya que si no se le iba a caer al suelo debido a lo que le estaban sudando las
manos. Ambos se agacharon y caminaron rápidamente escondidos entre los coches,
hasta que estuvieron a una distancia cercana de esa cosa. Era un hombre, o al
menos lo había sido en otra época. Debía de llevar bastante tiempo muerto, ya
que le faltaba la mandíbula inferior, su piel estaba muy podrida e iba casi
desnudo. Caminaba muy lento, y producía un gruñido repelente. Isaac se calmó al
verlo. ¿Tanta tensión para esto? ¿Estas eran esas feroces criaturas que habían
ocupado el mundo? No eran muy diferentes de lo que te encontrabas un sábado a
altas horas de la madrugada.
Nikki le cogió de la
camiseta, señal de que quería algo. Isaac no le hizo el menor caso, la
situación estaba completamente controlada. Le clavaría el cuchillo a esa cosa
en la cabeza y así habría uno menos en el bando contrario. Comenzó a acercarse,
lentamente y por detrás. Nikki volvió a tirarle de la camiseta. Isaac ahora
hizo un movimiento brusco, para soltarse de ella. Fue casi violento. Cogió
carrerilla y se lanzó al muerto viviente. El cuchillo atravesó su cabeza como
si lo estuviese clavando en mantequilla. No pudo evitar sonreír.
-¿Ves, enana? –preguntó,
elevando la voz- ¡Tranquila, descuartizaré y decapitaré de forma violenta a
todos estos putos zombies por ti!
Tras decir eso comenzó a
reír a carcajadas. Si se estuviese mirando a sí mismo, no se hubiese
reconocido. Se giró para observar a Nikki. Su idea era ver su rostro de
sorpresa, incluso puede que admiración. Sin embargo, encontró una cara de
terror, de pánico. Cerca de ellos, al otro lado de la calle que hasta ese
momento no se miraba, había un pequeño ejército de caminantes. Todos caminaban
en su dirección, sin duda los gritos histéricos de Isaac habían captado sus
atenciones. En ese momento comprendió qué era lo que tanto le estaba
preocupando a Nikki. La miró directamente a los ojos. Y se sorprendió. Sus
ojos… había algo diferente en ellos.
-Lo siento muchísimo
–dijo la pequeña.
Isaac no tuvo tiempo ni
de preguntar. Nikki se lanzó hacia él y estiró una pierna, proporcionándole una
patada en la entrepierna. A pesar de su cuerpo pequeño, la chica tenía fuerza.
Isaac se inclinó, dolorido, con los ojos de par en par y sudando por la frente.
Quiso preguntar qué estaba pasando allí, pero realmente casi no hacía falta.
Aquello era como una guerra, y en una guerra hay aliados y enemigos. Pero
también existen las traiciones. Nikki recogió rápidamente el cuchillo del suelo
y lo guardó en su ropa. Luego llevó una mano hasta la mochila. A pesar del
dolor, Isaac la agarró como mejor pudo. Nikki hizo fuerza para intentar
robarla, pero no fue capaz.
-¿Qué hay dentro?
¡Quiero lo que hay dentro! –gritó- Nuestro grupo necesita provisiones, no es
nada personal.
Isaac sonrió. Agarró con
fuerza la mochila. Quizás fuese una estupidez, pero iba a proteger con su vida
aquellas historias. Aquellas hojas en blanco que llenaría a partir de ahora. Nikki
se rindió, más que nada porque la horda de zombies estaba demasiado cerca.
-¡Que te follen, idiota!
–gritó la pequeña repelente.
-Para ser una mocosa
hablas como toda una puta de lujo –dijo Isaac, recobrando el aliento- Quizás te
haya enseñado tu madre a hacerlo…
Nikki se fue corriendo.
Isaac se puso de pié. Podía escuchar las pisadas acercarse. Ahora o nunca, huir
o morir. Se acomodó la mochila a la espalda y echó a correr. Tuvo suerte, si no
lo hubiese hecho una mano podrida le hubiese alcanzado el cuello.
Sus pasos le llevaron
hasta unas galerías. Unas de esas que atraviesan varios edificios, y están
llenas de tiendas y otros locales. Las recorrió enteras pero, cuando estuvo a
punto de salir por el otro lado, descubrió varios caminantes, los cuales al
verle caminaron hasta él. Por lo tanto, retrocedió sobre sus pasos y regresó a
la entrada, donde otro grupo le esperaba. Sin duda, él solito se acababa de
meter en una trampa mortal, los zombies le rodeaban por ambos lados. Se quedó
en medio de las galerías, casi esperando su muerte. Pero fue entonces cuando
miró la tienda. Sorprendido, miró el escaparate. Era una tienda con objetos
clásicos de diferentes partes del mundo. Había libros, objetos de decoración,
objetos que no reconocía… y lo que más llamó su atención. Colgadas en una
pared, había varias espadas japonesas, varias katanas. No se lo pensó dos
veces. Le dio una patada al cristal con todas sus fuerzas. No rompió a la
primera. Le proporcionó otra patada. Dos, tres, cuatro más. Los caminantes se
acercaban por ambos lados. Tras insistir, el cristal finalmente rompió dejando
un agujero bastante grande. Isaac se metió dentro, aunque al hacerlo se rasgó
una pierna con uno de esos cristales, cortándose bastante. Lanzó un grito de
dolor, pero el dolor iba a ser mucho más y más mortal si seguía allí sin hacer
nada. Terminó de entrar dentro, y cogió la primera de las katanas que tuvo a
mano. Tenía el mango azul. La desenvainó y esperó.
Pronto llegaron los
caminantes. Algunos daban vueltas sin más, bastante perdidos. Uno de ellos
acudió hasta el escaparate, seguramente alertado por la sangre de los
cristales. Isaac se quedó mirándolo. A pesar de todo, tenerlo de frente, le
impresionaba, y mucho. Agarró el mango de la katana, sin siquiera reparar en la
hoja. Y finalmente la blandió. Sin embargo, esa cosa rebotó en el caminante de
forma absurda, casi humillante.
-¿Pero qué cojones?
–exclamó Isaac, confuso.
Fue cuando reparó en la
katana. No era una katana real, parecía de plástico. Observó para la pared, en
la pegatina de la que tenía en sus manos ponía “Katana de juguete, imitación”.
Isaac suspiró. Pero el caminante ahora estaba entrando. A este paso todo iba a
acabar muy mal. Observó las pegatinas. Leyó una que ponía “Muramasa”. Tenía la
funda de color roja, y el mango igual. Además, tenía detalles de letras
japonesas grabadas en él, de color dorado. La desenvainó, lentamente. Y se
quedó sorprendido al verse reflejado en el metal del arma. Sus ojos, su pelo…
¿Era realmente él ese del otro lado? ¿Cómo había llegado hasta ese estado? No
le importó demasiado. Terminó de quitar la vaina y la miró. Esta vez era de
verdad, esta vez era afilada, mortal, peligrosa. Era una buena opción, las
pistolas consumen balas, y éstas acabarán tarde o temprano. Además, tampoco
consumía batería o gasolina. Era una buena opción, sólo había un pequeño problema:
no tenía ni puta idea de cómo manejarla. Pero ya habría tiempo de aprender,
ahora no podía perder el tiempo. Tenía delante de él la primera prueba. Sin
pensarlo dos veces, blandió la katana. Con fuerza.
La cabeza del zombie se
desprendió de su cuerpo. El cuerpo decapitado cayó delante de Isaac, dejando
brotar sangre de la zona cortada. Tampoco salió demasiada, no le debería de
quedar mucha dentro. Isaac volvió a mirar la katana. Por alguna razón que
desconocía, sintió ganas de acabar con todos los que estaban ahí fuera. Y, ¿qué
se lo iba a impedir?
Salió al exterior. Para
ello tuvo que pasar por encima del caminante sin cabeza. ¿Y? Paso por encima.
Solo era basura, una más para un mundo llena de ella. O al menos eso pensaba en
ese momento, si es que se le puede llamar pensar a eso. Logró salir fuera, y
fue cuando comenzó la carnicería.
Varios caminantes
intentaron rodearlo. Decir rodear quizás sea exagerado, pues no tuvieron nunca
ninguna oportunidad de hacerlo. Isaac agarró con fuerza la katana y, sin ningún
tipo de expresión en su cara y con unos ojos fríos como el hielo (estaban más
oscuros que nunca, sin vida, sin emociones) comenzó a blandir su arma. Cabezas,
brazos, diferentes partes de cuerpos… Todo volaba por el aire y caía al suelo,
llenándolo todo de sangre y formando una orgía macabra cuando todo se juntaba
en el suelo. Isaac descubrió que esa arma no era solo muy efectiva, sino que
también se sentía a gusto con ella, a salvo. Además, no hacía ruido. Cuando fue
consciente de ello, estaba rodeado por más de una docena de cuerpos. No todos
enteros. No todos reconocibles. Cuando terminó, se relajó.
Su respiración fue
fuerte. Se calmó. Miró la katana, estaba empapada de sangre. Lo mejor era
lavarla en alguna parte, podía ser peligroso, contagioso. O simplemente
asqueroso.
Salió por las galerías.
Hubo más caminantes a la distancia, pero prefirió evitarlos. A pesar de todo,
cada vez que veía sangre volando la imagen de su familia muerta se cruzaba por
su mente, como si todo fuese un castigo. Pero él no estaba haciendo nada malo.
O al menos así lo pensaba. Estaba sobreviviendo. Este mundo ya no pertenecía a
la cordura. Además, no era difícil acabar con un zombie estúpido. O eso
pensaba, lo que vino a continuación le mostró que no era así.
Un grito. Eso fue lo que
comenzó su última tarea de ese día. Un grito femenino, y le sonó muy familiar,
casi podía asegurar que se trataba de esa pequeñaja ladronzuela. Comenzó a
correr en su dirección, a pesar de todo no le guardaba rencor. Eran tiempos difíciles,
seguramente él mismo acabaría haciendo algún día cosas peores para sobrevivir.
Además, no era más que una cría.
Corrió y corrió, pero
los gritos cedieron. ¿Demasiado tarde? Cruzó una esquina y descubrió la escena.
Detrás de un contenedor volcado, varios caminantes estaban de rodillas,
comiendo algo del suelo. Isaac se temió lo peor. Corrió hasta allí, con el
corazón en un puño. Por un momento, el brillo volvió a sus ojos. Llegó hasta
ellos, eran un total de tres. A uno le clavó la katana en la cabeza, a otro se
la partió en dos y al tercero le dio una patada, lo tiró al suelo y a
continuación clavó la katana entre sus ojos. Miró para el suelo. Era Nikki.
Estaba muerta.
Se quedó mirando para
ella. Debería sentir ira, tristeza, impotencia, asco, odio. Sin embargo, lo
único que sintió fue amor. Ni él mismo lo comprendía, pero le dieron ganas de
recogerla del suelo, abrazarla y besarla en la frente. Era un pecado que una
niña tan bonita como esa acabase de una manera tan desagradable. Isaac
finalmente cerró los ojos. Recogió la katana y se dio la vuelta, dispuesto a
marcharse de allí.
No dio ni dos pasos
cuando escuchó ruidos detrás. Se giró. Como sospechaba, la infección se
traspasaba al morder. Nikki estaba de pié, si es que se le podía llamar todavía
de esa manera. Su cabeza estaba inclinada. Sus ojos apagados y su piel ya con
tono oscuro. Lanzó un gruñido. Isaac la miró, primero con cara triste. Estuvo a
punto de llorar de nuevo, pero se había prometido no hacerlo. Finalmente agarró
su katana. La dejó andar unos pasos, como para ofrecerle una última posibilidad
de caminar por este mundo. Pero no lo hizo durar mucho más.
-Lo siento… -dijo Isaac-
Lo siento de verdad.
Sus ojos volvieron a ser
fríos, oscuros. Blandió la katana.
“Todo
ha cambiado, y los encargados de esta broma macabra no reparan en las edades de
sus peones del infierno. Se han perdido las risas, se han borrado las sonrisas.
Ni siquiera hay tiempo para llorar, solo hay tiempo de vivir. De seguir
viviendo, aunque para ello tengamos que hacer las mayores atrocidades que ni
siquiera en nuestras pesadillas hubiésemos podido imaginar.”